Todos hemos escuchado alguna vez frases como “los hombres no lloran”, “aguántate como los machos”, “no duele, ya levántate”, «pareces niña» y muchas más. Sin embargo, cada vez es más frecuente escuchar qué estos mandatos de masculinidad, lejos de traer bienestar a los individuos y a la sociedad, impiden su sano desarrollo. Así, nos encontramos en una época en la que el debate sobre lo que significa ser hombre parece sobrepasarnos.
Es difícil hablar de lo masculino sin hacer referencia a lo femenino, ya que ambos conceptos surgieron y evolucionaron a la par y hacen referencia a una categoría más amplia: el género o grupo sociocultural al que pertenecen los seres humanos en función de su sexo biológico. Parece lógico y natural asociar nuestras características biológicas a nuestras posibilidades de acción y a nuestro papel dentro de la sociedad: asociamos la fuerza física de los hombres a la valentía, al desempeño en la guerra, a la capacidad para proteger a la familia y a la capacidad para intervenir la naturaleza y crear nuevas tecnologías; por otra parte, asociamos la capacidad de las mujeres para embarazarse al cuidado de los hijos, al amor, a la sensibilidad, al arte, a la capacidad para realizar varias tareas a la vez, etc. En muchos casos, hombres y mujeres poseen y disfrutan de estos atributos pero, en muchos otros casos, la falta de flexibilidad al asumirlos conduce a la exclusión social de quienes no se ajustan a esta dicotomía, o a la frustración e infelicidad
cuando se adaptan de manera forzada.
Otro aspecto negativo de éstas atribuciones a la masculinidad es que están directamente relacionadas con un desprecio a todo lo asumido como femenino o débil (incluyendo la emotividad, el interés por la infancia y la naturaleza, la homosexualidad, la transexualidad, los grupos sociales minoritarios, etc.) y a una sobrevaloración de los bienes económicos, del poder, las armas y lo que conocemos como racional.
Una tercera razón para llamar tóxica a éste tipo de masculinidad es su carácter impositivo. Aparenta obedecer al libre albedrío de las personas y los hombres la asumimos y defendemos por considerarla inherente a nuestra naturaleza cuando, en realidad, es producto de una construcción histórica y social que responde a los intereses de los grupos que han ostentado el poder en su afán por perpetuar su posición en la escala social. Debido a esto, la masculinidad tóxica es muy difícil de identificar y combatir, se nos ha impuesto de manera efectiva convenciéndonos de que esa es la realidad.
Por ello, una de las maneras más efectivas de detectar esta masculinidad impuesta es asumir que nuestro sexo biológico no determina de manera tajante nuestro rol en la sociedad y romper con los ideales que se nos han impuesto como masculinos: la dominación del hombre sobre la mujer, la posesión de la fuerza intelectual, tecnológica, bélica, económica y laboral, la dominación sobre otros pueblos, la posesión de la tierra, etc. Si responde a éstos intereses, es muy probable que se trate de una masculinidad tóxica.
Tenemos que recordar que dichos mandatos son una interpretación de lo que significa ser hombre y que existen muchas otras interpretaciones con mayor valor. Los hombres tenemos el derecho a vivir y a expresar los atributos típicamente asociados a la feminidad sin ser violentados por ello y sin sentir vergüenza o culpa. Por supuesto, esto no significa que debamos renunciar a las ideas existentes sobre la feminidad y masculinidad, significa reconocer su origen y tener la posibilidad de elegir libremente el comportamiento y el rol social que queremos tener, es renunciar a un determinismo social jerárquico para adoptar una libertad responsable, orientada por el buen sentido y comprometida con el bien común.